La experiencia de vivir un año desconectado de Internet.

Que levante la mano quien haya logrado desconectar por completo (por completo) de Internet durante, digamos, tres semanas. Nada de tabletas, smartphones, consolas... básicamente nada de gadgets conectados. Es (casi) imposible. Por eso el experimento de Paul Miller es tan interesante. 


Harto de tener que estar constantemente pegado al móvil o un ordenador, harto de no saber si se estaba perdiendo algo en su vida, decidió desconectar por un año entero durante el 2012. 100% out. Ahora ha contado su experiencia.

La idea de Miller era comprobar realmente qué ocurre si desconectas un año, qué ocurre con tus relaciones, con tus amigos, con tu vida. ¿Eres más feliz? ¿Más infeliz? ¿Te aíslas socialmente? ¿Hemos llegado a un punto en el que estar conectados es absolutamente necesario?

Miller ha contado su experiencia en The Verge. Y lo más interesante son las conclusiones a las que ha llegado. Él creía que desconectándose "iba a solucionar todos sus problemas, iba a estar más centrado, ser más "real"", más "persona", en definitiva. Se equivocaba.

Según Miller, el comienzo fue fantástico:
Empecé a pararme a oler las flores. Mi vida estaba llena de eventos casuales: encuentros en persona, salidas en bici, literatura Griega... No sé muy bien cómo lo hice, pero incluso escribí media novela.

Curiosamente, estar desconectado le hizo ser más productivo al inicio y hasta estar más sano. "Perdí 7 kilos sin realmente intentarlo. Me compré ropa nueva. La gente no paraba de decirme el buen aspecto que tenía, lo feliz que parecía", cuenta.

El problema llegó a mitad de año, y se acrecentó a finales. Todos los nuevos hábitos offline que había adquirido, esos que le habían dado felicidad, los fue perdiendo poco a poco. La novedad se evaporó poco a poco. Del "harto de estar conectado" antes, tras un periodo de cambio, pasó al "harto de estar desconectado".

A finales de 2012 abandoné mis hábitos positivos y descubrí nuevos vicios offline. En lugar de convertir el aburrimiento y la ausencia de estímulo en aprendizaje y creatividad, empecé a comportarme de forma pasiva y a recluirme socialmente.

Al cabo de un año, ya no iba apenas en bici. La mayoría de las semanas no salía con gente. El sofá se había convertido en mi lugar preferido. Ponía los pies sobre la mesa, jugaba a un videojuego o escuchaba un audio libro.

En definitiva. La situación que parecía de "estancamiento" en online, se reprodujo, pero diferente, en offline.

El experimento de Miller es solo eso, un experimento. Probablemente habríamos reaccionado de forma diferente. O no. En cualquier caso, muchos tampoco tendremos el lujo de poder comprobarlo por nosotros mismos. Sin embargo, la experiencia de Miller nos confirma una cosa, por si dudábamos: no es Internet, no es la conexión, no es el trabajo. Somos nosotros.

Internet no tiene la culpa de que acabemos conectados 18 horas al día, procrastinando 10 de ellas frente a la pantalla, la tenemos nosotros; Internet no tiene la culpa de que tengamos que responder emails del jefe a las dos de la mañana, la tiene nuestro jefe, o nuestro trabajo... así hasta el infinito.

La dicotomía entre "vida en Internet" y "vida real" no existe, son lo mismo. La clave, a juzgar por la experiencia de Miller, parece más bien otra: aprender a equilibrar todo lo que hacemos en el día a día, online y offline. El secreto está en la mezcla.

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