El barbero (Cuento)

Desde el primero momento comprendí que aquél era el hombre que había buscado inútilmente durante las últimas semanas. Le descubrí apoyado en la puerta de su humilde barbería, observando con avidez a todos los peatones que pasaban por delante.

No me anduve con rodeos. Fue como uno de esos flechazos en los que sobran las palabras y promesas fútiles. Entré en la barbería, me senté sin vacilar en el único sillón y le pedí que me afeitase. Me dispuse a soportar el trance con la mayor dignidad posible. El hombrecito me pasó la yema de los dedos por la cara, reconociéndome la piel, y ni siquiera protesté cuando, en su suprema miopía, me enjabonó también la frente.

-Usted no había estado nunca aquí -observó, pasando la gran navaja por el asentador.
-¿Cómo puede saberlo? -le pregunté, temiendo que no fuese tan miope como daban a entender los gruesos cristales de sus gafas y su escasa pericia con la brocha-. ¿Es usted capaz de distinguir mis facciones?
-Conozco a todos mis clientes por la piel -respondió, ufanándose de su capacidad táctil.
-Tiene usted razón -reconocí-. Es la primera vez que entro en esta barbería. No soy de este barrio, vivo en el otro extremo de la ciudad y cada mañana me afeito en una barbería distinta.
-Me parece estupendo que un caballero tan distinguido como usted deposite su confianza en fígaros desconocidos -dijo el hombrecito, sin dejar de afilar la navaja-. Sobre todo cuando son como yo, insuperablemente miopes.
-Lo malo es que hasta hoy esos barberos ignotos me han defraudado siempre -suspiré.
-Ya -susurró el hombrecito, comprendiendo sin duda el alcance de mi observación-. Sin embargo tiene usted bastantes granos.
-Así es -reconocí.
-A cierta edad, la piel se convulsiona -dijo-. Es una regla de tres que no falla nunca.
-Para mí pasó ya la época de las convulsiones -observé tristemente- y creo que ése es uno de mis grandes problemas.
-Lo que quiero decirle -puntualizó- es que cada uno de esos granos, en cierto modo, podría constituir una gran excusa.
-Eso es lo que yo pienso -susurré.

La navaja se llevó el primer grano por delante y la herida empezó a sangrar, pero no por eso abrí los ojos.

-No voy a animarle -le dije-, pero tampoco pienso pedirle que se ande con más cuidado.
-¿Podría usted creerme -exclamó el hombrecito, agrandando la herida con la punta de la navaja- si le dijese que no puedo resistir la vista de la sangre?
-Le creo -susurré, apretando los dientes.
-¿Qué le parece, pues, si continuamos? -me preguntó, echándome todo el aliento a la cara.
-Adelante -musité.
-Creo que usted y yo tendríamos una buena excusa -observó-. Usted es un hombre desesperado, sin valor para suicidarse, y yo soy el barbero más miope del mundo. No nos faltan circunstancias atenuantes. Usted, además, no me guardaría rencor.
-No -le tranquilicé-, no se lo guardaría. Así que acabe usted lo que ha empezado.

El hombrecito resopló obscenamente por la nariz y me palpó el cuello, buscándome sin duda la yugular. Fue a descargar el golpe definitivo, pero en aquel preciso instante entró en la barbería otro cliente, frustrando todos nuestros planes.

-Vuelva usted mañana -me susurró al oído el barbero, después de restañarme las heridas y dejándome a medio afeitar-. Mañana estaremos solos.

Pero al día siguiente, lo que son las cosas, no tuve ya valor suficiente para volver. De haber vuelto, obviamente no hubiera podido contarles esta historia.




El autor
JAVIER TOMEO nació en España en 1932. Se licenció en Derecho y Criminología en la Universidad de Barcelona. Autor de novelas y relatos, a partir de los años 80 es considerado uno de los mejores cuentistas de las letras españolas. Entre sus novelas pueden citarse Amado monstruo, Preparativos de viaje, El castillo de la carta cifrada. Entre sus recopilaciones de cuentos figuran Bestiario, Los nuevos inquisidores y Problemas oculares, al que pertenece el aquí incluido, y que cumple al pie de la letra con su título. En 2012 se reunieron sus Cuentos completos.




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